Las manos de su madre eran delgadas, curtidas por el trabajo.
Es que ella hacía todo en la casa, cuidaba el piño de chivos, amasaba el pan,
lavaba la ropa, cocinaba. Se levantaba al alba y abría la puerta del corral
para que los chivos salieran a pastar, los miraba alejarse rumbo al río y
recordaba su infancia en la cordillera, los cachetes paspados, el frío y el
viento corriendo a su lado en la veranada. Después tocaba a veces hachar leña,
preparar el horno de barro para el pan. En la batea había quedado la masa
leudando desde la noche anterior, con movimientos rápidos y acompasados hundía
sus manos deshaciendo las burbujas. Luego, con la mano izquierda sostenía la
masa sobre la batea, muy cerca de su abdomen mientras con la izquierda la
estiraba y la recogía. Una vez que consideraba que estaba a punto, dividía todo
en porciones, saldrían diez o doce panes y de nuevo a leudar hasta verlos
crecer lo suficiente para llevarlos al horno. Su madre guardaba los panes ya
cocidos y todavía tibios en una bolsa dentro del ropero, así vigilaba que no
comieran a cualquier hora ni todo el tiempo, es que, si no, no alcanzaban y la
bolsa de harina no duraría el mes.
Carmen, la hija, trabajaba en una despensa cercana, tenía
apenas quince, volvía a la casa a la hora del almuerzo, su madre habría
cocinado algo con carne a comienzos del mes, algo con harina y verdura después.
Los pollos, las gallinas, los patos y los chivos que criaban servían para
complementar la comida, por eso a veces había huevos y empanadas de chivo
fritas.
La madre carneaba también, todo se aprovechaba, a veces,
cuando ya no quedaba casi nada, con unos huesos hacía una olla enorme de sopa,
le agregaba algunas verduras de la huerta y se paraba al lado del fuego cuando
el agua empezaba a burbujear. En la mano izquierda sostenía un trozo de masa y
con la mano derecha iba desprendiendo pequeños trozos que echaba al agua,
cuando terminaba la cocción le agregaba un poco de cilantro picado muy fino.
Todos festejaban la pancutra en la mesa.
Carmen iba a la escuela de noche, después de trabajar y
muchas veces cuando volvía encontraba a su madre acostada en el suelo, sobre
una manta al lado de la salamandra, la estufa de hierro a leña. Es que ella no
quería acostarse al lado del viejo, que así llamaba al padre, porque el viejo
tomaba y a ella le daba asco y porque ella no quería tener más hijos. Se hacía
un ovillo como en posición fetal y dormía.
La casa estaba en las afueras del pueblo, cerca del río, era
de adobe con techo de chapa, en una habitación dormían los hijos, Carmen era la
única que tenía su propia cama porque la había comprado con su paga. En una
cama grande dormían su hermana y sus hermanos pequeños. Había otra habitación
en la que dormían los padres. Luego estaba la cocina. Todo con piso de alisado
de cemento. Ventanas pequeñas y sólo una puerta, la de la cocina. Afuera estaba
el baño y también una pieza en la que dormían un tío y dos hermanos mayores. El
baño era un excusado donde habían improvisado una ducha con un tanque que se
llenaba de agua con una manguera.
La madre de Carmen tenía el pelo largo, de color negro,
siempre brillante. Ella decía que estaba así porque lo lavaba con lejía, una
mezcla de agua con ceniza. No usaba champú, que eso era gastar dinero en vano,
que antes si, ella era pobre, cuando vivía en la cordillera, que ni cubiertos
tenían, que usaban un hueso de pollo a modo de cuchara.
Carmen había recordado estas y otras historias viejas después
que pasó la chica del censo y le preguntó si se reconocía descendiente de
pueblos originarios y ella respondió que no sabía, que siempre había vivido
acá.
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