viernes, 5 de julio de 2024

Escribir


 



¿Que cómo aprendí a usar todos los dedos al teclear en la computadora? Bueno, yo viví un tiempo en un conventillo, fue en los años 80, en un pueblo petrolero del sur argentino. Era joven, estaba casada y embarazada en mi último trimestre. Era el tiempo del encanto.

En el lugar había varias habitaciones alrededor de un patio con plantas al que se llegaba entrando por el lateral de la casa principal donde vivía la dueña. Tenía un baño de uso compartido, no tenía agua caliente, pero eso poco importaba porque era verano. Mire, yo digo que era el tiempo del encanto porque todo me parecía bonito, con decirle que ese invierno había nevado casi un metro y a mí, que sólo conocía la nieve por haber ido a Bariloche en viaje de egresados, no me había parecido nada terrible derretir nieve en una ollita sobre un calentador para tener agua o envolver las zapatillas con bolsas de nylon para que no se me mojaran los pies.

En el verano hizo calor como hace en la meseta, 38, 40 grados, nada de humedad, sólo jarillas y alpatacos verdeando encima de las piedras. Manzanos, perales y álamos, si, en las chacras, no en el pueblo y el río Colorado, correntoso y anaranjado de arcilla allá a lo lejos.

Entonces, volviendo al conventillo, yo no conocía a nadie más que al que era mi esposo y a algunas de sus amistades, hacía algunos meses que me había casado, había abandonado la universidad y me había mudado a más de mil kilómetros de distancia de mis padres. En el conventillo la nuestra era la única habitación ocupada y yo nunca fui muy sociable, ya ve, no trabajaba fuera de las cosas cotidianas de la casa, bah, de la pieza, así que apenas hablaba con la señora de la despensa y con el dueño de la única librería del pueblo, que me prestaba algunos libros con la condición de que no los abriera demasiado así él podía venderlos después.

Para entretenerme, me propuse practicar dactilografía hasta alcanzar la velocidad de cuarenta palabras por minuto, tenía una pequeña máquina de esas portátiles que me había regalado mi padre, que venía con una hoja impresa ilustrando la disposición de las teclas y el dedo que correspondía a cada una. Por las tardes sacaba la máquina de su estuche, la ponía sobre la mesa, buscaba unas hojas borrador que había conseguido y tecleaba: tgbyhn y así sucesivamente utilizando todos los dedos. Lo más complicado era teclear con los dedos meñiques porque había que pulsar con fuerza de lo contrario la letra no se imprimía.

Hacía calor y estaba sola, el que era mi esposo había conseguido trabajo en una ciudad cercana y yo sólo lo veía durante los fines de semana. No creo haber llegado a cumplir la meta de las cuarenta palabras por minuto, pero escribí bastante durante ese tiempo, no escribía cosas mías, copiaba de algún libro porque ese era el chiste, copiar casi sin pensar y, sobre todo, sin mirar el teclado.

Así, como suspendida en el tiempo o en el espacio, no sé, anduve al ritmo monótono de las teclas de la máquina de escribir.

Fue un tiempo después que una noche me di cuenta que no podía respirar. Habían pasado unos meses, no sé por qué le cuento eso ahora, ya no vivíamos en el conventillo, estábamos discutiendo por algo que no recuerdo, estaba oscuro, me levanté de la cama, me apoyé en la pared, me fui deslizando hasta estar en cuclillas y ahí me di cuenta que ya no podía respirar. Lo intentaba frenéticamente y no podía, me incorporé y tuve miedo, un miedo atroz de morir en ese momento. Pero eso ya sería otra historia, capaz que la del desencanto, la del tiempo del desencanto.

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