viernes, 5 de julio de 2024

Primavera

 


A veces pierdo la esperanza y eso puede pasar en cualquier estación del año, en cualquier día, en cualquier mes. En un tiempo de estruendosa y fulgurante primavera, con cientos de colores alrededor y con un sol que cobija y abraza y un olor a tiempo nuevo dispuesto a ser estrenado, a veces también me invade la desesperanza. Empiezo a darle vueltas y no encuentro la salida, el gris va invadiendo los alrededores, de a poco el frío se va asomando como una pesada y húmeda manta que no da calor, que eriza la piel y provoca abandono.

¿Cuáles eran los sueños que perseguía? ¿Quiénes son esos personajes marionetas que hablan palabras de desamor, de abandono, de cada uno con sus cosas? ¿De dónde brota tanta carencia, tanto descuido, tanta mirada esquiva?

No lo sé, es que hay tiempos que me sorprenden, pero no alegremente.

¿Dónde están esas palabras que antes llenaban mi boca, la boca de otras, de otros? Mantengo mis labios abiertos sin poder pronunciarlas, ¡Ay! ¡Tanto vacío!

Una mujer

 


Las manos de su madre eran delgadas, curtidas por el trabajo. Es que ella hacía todo en la casa, cuidaba el piño de chivos, amasaba el pan, lavaba la ropa, cocinaba. Se levantaba al alba y abría la puerta del corral para que los chivos salieran a pastar, los miraba alejarse rumbo al río y recordaba su infancia en la cordillera, los cachetes paspados, el frío y el viento corriendo a su lado en la veranada. Después tocaba a veces hachar leña, preparar el horno de barro para el pan. En la batea había quedado la masa leudando desde la noche anterior, con movimientos rápidos y acompasados hundía sus manos deshaciendo las burbujas. Luego, con la mano izquierda sostenía la masa sobre la batea, muy cerca de su abdomen mientras con la izquierda la estiraba y la recogía. Una vez que consideraba que estaba a punto, dividía todo en porciones, saldrían diez o doce panes y de nuevo a leudar hasta verlos crecer lo suficiente para llevarlos al horno. Su madre guardaba los panes ya cocidos y todavía tibios en una bolsa dentro del ropero, así vigilaba que no comieran a cualquier hora ni todo el tiempo, es que, si no, no alcanzaban y la bolsa de harina no duraría el mes.

Carmen, la hija, trabajaba en una despensa cercana, tenía apenas quince, volvía a la casa a la hora del almuerzo, su madre habría cocinado algo con carne a comienzos del mes, algo con harina y verdura después. Los pollos, las gallinas, los patos y los chivos que criaban servían para complementar la comida, por eso a veces había huevos y empanadas de chivo fritas.

La madre carneaba también, todo se aprovechaba, a veces, cuando ya no quedaba casi nada, con unos huesos hacía una olla enorme de sopa, le agregaba algunas verduras de la huerta y se paraba al lado del fuego cuando el agua empezaba a burbujear. En la mano izquierda sostenía un trozo de masa y con la mano derecha iba desprendiendo pequeños trozos que echaba al agua, cuando terminaba la cocción le agregaba un poco de cilantro picado muy fino. Todos festejaban la pancutra en la mesa.

Carmen iba a la escuela de noche, después de trabajar y muchas veces cuando volvía encontraba a su madre acostada en el suelo, sobre una manta al lado de la salamandra, la estufa de hierro a leña. Es que ella no quería acostarse al lado del viejo, que así llamaba al padre, porque el viejo tomaba y a ella le daba asco y porque ella no quería tener más hijos. Se hacía un ovillo como en posición fetal y dormía.

La casa estaba en las afueras del pueblo, cerca del río, era de adobe con techo de chapa, en una habitación dormían los hijos, Carmen era la única que tenía su propia cama porque la había comprado con su paga. En una cama grande dormían su hermana y sus hermanos pequeños. Había otra habitación en la que dormían los padres. Luego estaba la cocina. Todo con piso de alisado de cemento. Ventanas pequeñas y sólo una puerta, la de la cocina. Afuera estaba el baño y también una pieza en la que dormían un tío y dos hermanos mayores. El baño era un excusado donde habían improvisado una ducha con un tanque que se llenaba de agua con una manguera.

La madre de Carmen tenía el pelo largo, de color negro, siempre brillante. Ella decía que estaba así porque lo lavaba con lejía, una mezcla de agua con ceniza. No usaba champú, que eso era gastar dinero en vano, que antes si, ella era pobre, cuando vivía en la cordillera, que ni cubiertos tenían, que usaban un hueso de pollo a modo de cuchara.

Carmen había recordado estas y otras historias viejas después que pasó la chica del censo y le preguntó si se reconocía descendiente de pueblos originarios y ella respondió que no sabía, que siempre había vivido acá.

Escribir


 



¿Que cómo aprendí a usar todos los dedos al teclear en la computadora? Bueno, yo viví un tiempo en un conventillo, fue en los años 80, en un pueblo petrolero del sur argentino. Era joven, estaba casada y embarazada en mi último trimestre. Era el tiempo del encanto.

En el lugar había varias habitaciones alrededor de un patio con plantas al que se llegaba entrando por el lateral de la casa principal donde vivía la dueña. Tenía un baño de uso compartido, no tenía agua caliente, pero eso poco importaba porque era verano. Mire, yo digo que era el tiempo del encanto porque todo me parecía bonito, con decirle que ese invierno había nevado casi un metro y a mí, que sólo conocía la nieve por haber ido a Bariloche en viaje de egresados, no me había parecido nada terrible derretir nieve en una ollita sobre un calentador para tener agua o envolver las zapatillas con bolsas de nylon para que no se me mojaran los pies.

En el verano hizo calor como hace en la meseta, 38, 40 grados, nada de humedad, sólo jarillas y alpatacos verdeando encima de las piedras. Manzanos, perales y álamos, si, en las chacras, no en el pueblo y el río Colorado, correntoso y anaranjado de arcilla allá a lo lejos.

Entonces, volviendo al conventillo, yo no conocía a nadie más que al que era mi esposo y a algunas de sus amistades, hacía algunos meses que me había casado, había abandonado la universidad y me había mudado a más de mil kilómetros de distancia de mis padres. En el conventillo la nuestra era la única habitación ocupada y yo nunca fui muy sociable, ya ve, no trabajaba fuera de las cosas cotidianas de la casa, bah, de la pieza, así que apenas hablaba con la señora de la despensa y con el dueño de la única librería del pueblo, que me prestaba algunos libros con la condición de que no los abriera demasiado así él podía venderlos después.

Para entretenerme, me propuse practicar dactilografía hasta alcanzar la velocidad de cuarenta palabras por minuto, tenía una pequeña máquina de esas portátiles que me había regalado mi padre, que venía con una hoja impresa ilustrando la disposición de las teclas y el dedo que correspondía a cada una. Por las tardes sacaba la máquina de su estuche, la ponía sobre la mesa, buscaba unas hojas borrador que había conseguido y tecleaba: tgbyhn y así sucesivamente utilizando todos los dedos. Lo más complicado era teclear con los dedos meñiques porque había que pulsar con fuerza de lo contrario la letra no se imprimía.

Hacía calor y estaba sola, el que era mi esposo había conseguido trabajo en una ciudad cercana y yo sólo lo veía durante los fines de semana. No creo haber llegado a cumplir la meta de las cuarenta palabras por minuto, pero escribí bastante durante ese tiempo, no escribía cosas mías, copiaba de algún libro porque ese era el chiste, copiar casi sin pensar y, sobre todo, sin mirar el teclado.

Así, como suspendida en el tiempo o en el espacio, no sé, anduve al ritmo monótono de las teclas de la máquina de escribir.

Fue un tiempo después que una noche me di cuenta que no podía respirar. Habían pasado unos meses, no sé por qué le cuento eso ahora, ya no vivíamos en el conventillo, estábamos discutiendo por algo que no recuerdo, estaba oscuro, me levanté de la cama, me apoyé en la pared, me fui deslizando hasta estar en cuclillas y ahí me di cuenta que ya no podía respirar. Lo intentaba frenéticamente y no podía, me incorporé y tuve miedo, un miedo atroz de morir en ese momento. Pero eso ya sería otra historia, capaz que la del desencanto, la del tiempo del desencanto.