Cuando
entró al banco vio que había varias colas. Una era para gente común y otra para
gente especial, había una para los mansos, otra para los resignados y otra para
los iracundos. El público se alineaba perfectamente, todas las colas avanzaban
lentamente, salvo la de los iracundos, porque todo el mundo sabe lo que puede
pasar si se produce alguna demora en ella. Así que, más tarde o más temprano la
fila de los iracundos iba quedando vacía y el cajero correspondiente tenía
tiempo para tomarse un café o, incluso hasta comer alguna medialuna. Esto
sucedía no sólo por la celeridad de los trámites, sino también porque los
clientes iban, con el ejercicio de esperar un poquito cada vez, aunque no
demasiado en general, moderando su carácter, aprendiendo paciencia, olvidando
el enojo. Entonces pasaban a engrosar la fila de los resignados o de los
mansos.
La de
los mansos era una cola de la que podría decirse que era un poco aburrida, nada
de qué hablar, salvo de las buenas obras del día anterior o de lo clemente, adecuado
o esperable que resultaba el clima de la temporada. Estaba formada más que nada
por mujeres mayores que habían aprendido a tiempo eso de encontrarle siempre el
lado agradable a las cosas, no vaya y sea que una se amargue sin razón. Ellas
llevaban a veces el tejido para amenizar la espera y, si la ocasión se
prestaba, conversaban con la de adelante, se enseñaban puntos diversos,
comentaban acerca de las ventajas de comprar en tal o cual supermercado o
pasaban el tiempo nomás hablando de bueyes encontrados.
Pero
estas no eran las colas que ella buscaba, alzó la mirada y la vio,
identificable claramente por su forma de caracol y por el espíritu dicharachero
que la animaba. En realidad se trataba de dos hileras, una de varones y otra de
mujeres que se ubicaban una al lado de la otra y se iban envolviendo siguiendo
una espiral imaginaria. Allí se reunían los que, teniendo o no la necesidad de
ir a pagar o a cobrar algo, insistían en buscar un refugio para la soledad,
alguien con quien conversar, un huesito para roer, un cuerpo para amar o,
aunque más no fuera, si otra cosa no se podía o conseguía, alguien nomás. Una
de las colas siempre era más corta, en épocas de escasez muy mal recordadas por
las usuarias, se podían contar hasta tres mujeres por cada varón, esto siempre
generaba malos entendidos, disputas y consecuencias negativas a largo plazo.
Bien es sabido que los bienes aumentan de valor en forma proporcional a su
carencia, entonces sucedía a menudo que la beneficiara, en el apuro, creía
haber conseguido un diamante y tarde o temprano se daba cuenta que era sólo una
imitación, y mala. Eso le pasó, por ejemplo, a Laurita. No es que ella
anduviera demostrando una necesidad acuciante, más bien se diría que lo suyo
era la espera cotidiana, el deseo de tener alguien con quien desayunar, un olor
para reconocer, una textura que esperanzara al tacto. Pero igual fue, sobre
todo porque Andrés le insistió tanto que se dijo: mejor voy, los dejo tranquilos a todos y después ya se verá… Y pasó
que se vio, o mejor dicho que lo vio. Él era algo así como sencillo, si es que
de alguien puede decirse que lo sea, pero la verdad es que no tenía nada que
una pudiera decir bueno, este chico es de tal o cual manera, mirá cómo se
destacan sus ojos o ¡qué bien habla! Nada de eso, parecía como de la huerta,
natural nomás. Y eso fue lo que la cautivó y en el tiempo en el que ella
cobraba un cheque y él pagaba la luz, arreglaron encontrarse más tarde, a la
salida del trabajo. Las vecinas de cola miraban envidiosas y cuchicheaban entre
ellas. Que ¡quién se cree ésta, viene por primera vez y sale con los brazos
llenos! ¡Mirala vos, tan quedada que parecía! ¿Y él? ¿Vos lo habías visto
antes? Mmmmm, sí; creo que viene los primeros viernes de cada mes, se llama
Marcos.
Y fue
así que se vieron una, dos, varias veces y ella encontró alguien con quien
hablar, un olor para reconocer, pero no alguien con quien desayunar. Él
insistía en que debía dormir en su casa, que su madre era obsesiva y anciana lo
cual era muy mala combinación, que además estaba sola y que, en consecuencia el
deber de hijo -¡qué antigüedad! Dijeron las amigas de Laurita- le obligaba a
restar angustia a su madre, volver temprano, cenar en casa y todas esas
cuestiones. Andando el tiempo y viendo que todo marchaba muy bien, ella le
presentó a su padre, a su hermana y a sus amigas; él dijo que estaba preparando
a su madre para llevar a Laurita a la casa. ¡La madre que lo trajo al mundo!
Eso pensó ella cuando en la puerta de su casa se dibujó una figura femenina que
insistía en ser la mujer –o algo así- de Marcos y encontrarse, por esos
momentos, casi cayendo en la desesperación ya que, embarazada y con una hijita
de tres años no sabía qué hacer primero, si irse con hija y embarazo o quedarse
con hija, embarazo y marido infiel. Lágrimas aparte, a Marcos sólo lo vio una
vez más, insistió él en que con su esposa no pasaba nada, contestó ella que se
notaba eso en el embarazo de la misma, dijo él acerca de lo importante que
consideraba a sus hijos, replicó ella que era evidente lo presentes que los
tenía en su vida y sin más partió el príncipe convertido en sapo y quedó Laura,
ni princesa ni nada, sólo ella. Y no regresó a la cola, dijo que eso eran puras
fantasías.
De
todas maneras no podría decirse que experiencias como las de Marcos y Laura
fueran las únicas, o las más corrientes. El año pasado, sin ir muy atrás en el
tiempo fue conocido por todos los clientes el caso de Mauro un divorciado sin
muchas esperanzas que –pagando una cuenta por vez- hizo la cola varias veces en
la semana hasta que conoció a Lidia…
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