jueves, 27 de diciembre de 2012

LAS COLAS


Cuando entró al banco vio que había varias colas. Una era para gente común y otra para gente especial, había una para los mansos, otra para los resignados y otra para los iracundos. El público se alineaba perfectamente, todas las colas avanzaban lentamente, salvo la de los iracundos, porque todo el mundo sabe lo que puede pasar si se produce alguna demora en ella. Así que, más tarde o más temprano la fila de los iracundos iba quedando vacía y el cajero correspondiente tenía tiempo para tomarse un café o, incluso hasta comer alguna medialuna. Esto sucedía no sólo por la celeridad de los trámites, sino también porque los clientes iban, con el ejercicio de esperar un poquito cada vez, aunque no demasiado en general, moderando su carácter, aprendiendo paciencia, olvidando el enojo. Entonces pasaban a engrosar la fila de los resignados o de los mansos.
La de los mansos era una cola de la que podría decirse que era un poco aburrida, nada de qué hablar, salvo de las buenas obras del día anterior o de lo clemente, adecuado o esperable que resultaba el clima de la temporada. Estaba formada más que nada por mujeres mayores que habían aprendido a tiempo eso de encontrarle siempre el lado agradable a las cosas, no vaya y sea que una se amargue sin razón. Ellas llevaban a veces el tejido para amenizar la espera y, si la ocasión se prestaba, conversaban con la de adelante, se enseñaban puntos diversos, comentaban acerca de las ventajas de comprar en tal o cual supermercado o pasaban el tiempo nomás hablando de bueyes encontrados.
Pero estas no eran las colas que ella buscaba, alzó la mirada y la vio, identificable claramente por su forma de caracol y por el espíritu dicharachero que la animaba. En realidad se trataba de dos hileras, una de varones y otra de mujeres que se ubicaban una al lado de la otra y se iban envolviendo siguiendo una espiral imaginaria. Allí se reunían los que, teniendo o no la necesidad de ir a pagar o a cobrar algo, insistían en buscar un refugio para la soledad, alguien con quien conversar, un huesito para roer, un cuerpo para amar o, aunque más no fuera, si otra cosa no se podía o conseguía, alguien nomás. Una de las colas siempre era más corta, en épocas de escasez muy mal recordadas por las usuarias, se podían contar hasta tres mujeres por cada varón, esto siempre generaba malos entendidos, disputas y consecuencias negativas a largo plazo. Bien es sabido que los bienes aumentan de valor en forma proporcional a su carencia, entonces sucedía a menudo que la beneficiara, en el apuro, creía haber conseguido un diamante y tarde o temprano se daba cuenta que era sólo una imitación, y mala. Eso le pasó, por ejemplo, a Laurita. No es que ella anduviera demostrando una necesidad acuciante, más bien se diría que lo suyo era la espera cotidiana, el deseo de tener alguien con quien desayunar, un olor para reconocer, una textura que esperanzara al tacto. Pero igual fue, sobre todo porque Andrés le insistió tanto que se dijo: mejor voy, los dejo tranquilos a todos y después ya se verá… Y pasó que se vio, o mejor dicho que lo vio. Él era algo así como sencillo, si es que de alguien puede decirse que lo sea, pero la verdad es que no tenía nada que una pudiera decir bueno, este chico es de tal o cual manera, mirá cómo se destacan sus ojos o ¡qué bien habla! Nada de eso, parecía como de la huerta, natural nomás. Y eso fue lo que la cautivó y en el tiempo en el que ella cobraba un cheque y él pagaba la luz, arreglaron encontrarse más tarde, a la salida del trabajo. Las vecinas de cola miraban envidiosas y cuchicheaban entre ellas. Que ¡quién se cree ésta, viene por primera vez y sale con los brazos llenos! ¡Mirala vos, tan quedada que parecía! ¿Y él? ¿Vos lo habías visto antes? Mmmmm, sí; creo que viene los primeros viernes de cada mes, se llama Marcos.
Y fue así que se vieron una, dos, varias veces y ella encontró alguien con quien hablar, un olor para reconocer, pero no alguien con quien desayunar. Él insistía en que debía dormir en su casa, que su madre era obsesiva y anciana lo cual era muy mala combinación, que además estaba sola y que, en consecuencia el deber de hijo -¡qué antigüedad! Dijeron las amigas de Laurita- le obligaba a restar angustia a su madre, volver temprano, cenar en casa y todas esas cuestiones. Andando el tiempo y viendo que todo marchaba muy bien, ella le presentó a su padre, a su hermana y a sus amigas; él dijo que estaba preparando a su madre para llevar a Laurita a la casa. ¡La madre que lo trajo al mundo! Eso pensó ella cuando en la puerta de su casa se dibujó una figura femenina que insistía en ser la mujer –o algo así- de Marcos y encontrarse, por esos momentos, casi cayendo en la desesperación ya que, embarazada y con una hijita de tres años no sabía qué hacer primero, si irse con hija y embarazo o quedarse con hija, embarazo y marido infiel. Lágrimas aparte, a Marcos sólo lo vio una vez más, insistió él en que con su esposa no pasaba nada, contestó ella que se notaba eso en el embarazo de la misma, dijo él acerca de lo importante que consideraba a sus hijos, replicó ella que era evidente lo presentes que los tenía en su vida y sin más partió el príncipe convertido en sapo y quedó Laura, ni princesa ni nada, sólo ella. Y no regresó a la cola, dijo que eso eran puras fantasías.
De todas maneras no podría decirse que experiencias como las de Marcos y Laura fueran las únicas, o las más corrientes. El año pasado, sin ir muy atrás en el tiempo fue conocido por todos los clientes el caso de Mauro un divorciado sin muchas esperanzas que –pagando una cuenta por vez- hizo la cola varias veces en la semana hasta que conoció a Lidia…

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