jueves, 27 de diciembre de 2012

LA ÑOÑI


Eran cerca de las dos de la tarde en ese calor de comienzos del verano. Calor que abrasa en la siesta cordobesa, que se instala en el asfalto, en las casas, en el ómnibus, en los cuerpos de los compañeros ocasionales de viaje. Está la nena que sube en Maipú y sigue viaje aún después de haber cruzado las vías, seguro que –por la ropa que lleva- va a gimnasia: pantalón azul y remerita blanca con el logo de la escuela católica esa que queda cerca de la plaza. Sentado al lado de ella viaja un empleado de la sección sueldos, entró el mes pasado, mira distraídamente a través de la ventanilla el paisaje conocido: ya pasaron el puente del río Suquía, el Parque Las Heras se asoma como un remanso sofocante en medio del ruido y el calor. Y después de ellos no conoce a nadie más, todos seres anónimos que se apretujan unos a otros en una situación que podría ser intolerable en otras circunstancias. Por lo menos la señora que está sentada al lado ha abierto la ventanilla y el aire húmedo entra sacudiendo la cortina desteñida por el sol, el pelo se crispa y hay que volver a acomodarlo, la frente sudorosa se resiste a los cuidados que le prodiga el pañuelo perfumado con  7 Brujas.
Un traqueteo más y hay que levantarse, permiso, permiso, permiso ... llega hasta el timbre y lo toca. Poca gente en la calle, es la hora de la siesta, el quiosquero de la esquina la saluda: ¿qué tal Ñoñi? ¿cómo anduvo el día hoy? ... como si hubiera una posibilidad de que fuera distinto. Cruza la calle y sigue hacia las vías, las veredas son anchas acá, baldosas acanaladas de color gris en algunas casas, beige en otras, pasa frente a la zapatería y se mira en la vidriera: el vestido le chinga de atrás, debe ser por tantas horas sentada en la oficina, el diámetro del talle debe tener que ver con eso también, o quizás con la edad, dicen que después de los cuarenta es difícil perder los centímetros ganados. Dobla en la esquina y ya está cerca de casa, la loca está en la puerta: ¡pobre! ¡esa sí que la pasa mal!, dicen que tiene un hijo casado, pero el desgraciado ni se acuerda de ella, seguro que cuando se muera van a caer como buitres buscando las cosas de valor que tiene escondidas, ¡ojalá no encuentren nada!
Llega y abre la puerta, Doña María está esperándola, por suerte la casa es fresca, entrando en el pasillo sombreado por la parra se pueden ver hacia la izquierda dos puertas, una que da al dormitorio y otra al comedor, caminando un poco más, justo al frente está la puerta de la cocina y un poco más allá está el baño. El piso del patio es de cemento, pero las plantas en macetas le dan una apariencia alegre y cuidada, los techos son altos, al igual que las puertas: antiguas obras de carpintería algo descascaradas pero que conservan la ventaja de la banderola que se abre para ventilar las habitaciones. Todo esto cubierto por el manto del tiempo: antiguas casas abandonadas por sus dueños originarios en manos de inmobiliarias impersonales y transformadas en inquilinatos donde se alojan varias familias.
-          La comida está sobre la mesa, la tapé con un plato para que no se enfríe ... y también por las moscas ...
-          ¡Pero mamá! ¿Por qué no se acostó un rato a la siesta? Mire que quedarse a esperarme... con el calor que hace...
-          No importa m’hija, usté sabe que a mí me gusta esperarla y conversar un poco.
Doña María se acomoda el pelo blanco mientras con la otra mano sacude distraídamente una pequeña pantalla de cartón buscando alivio para el calor. Desde el baño la Ñoñi le grita:
-          ¿Sabe que hoy  anunciaron que iba a hacer 37 grados?
Algunas gotas de agua caen al suelo desparejo, el espejo redondo colgado de un clavo en la pared le devuelve una imagen algo rechoncha, los ojos un poquito saltones a causa del bocio, el pelo oscuro recogido en el rodete. Se sonríe y piensa: hoy es jueves, a la noche viene Alfredo.
Mientras come, conversan sobre las novedades del día, que el padre de doña Elsa ha venido a la ciudad para hacerse operar, que el tren del norte hoy estuvo más de tres horas parado en la estación esperando el arreglo de la locomotora.
-          ¡Pobre gente! Con el calor que hace. Igual parece que no se dieran cuenta, las bolivianas andan todas tapadas con sus ropas colorinches y con los chicos a cuesta.
-          Es gente sufrida mamá, aguantan cualquier cosa...
La Ñoñi se siente afortunada, el trabajo en la municipalidad no es para nada pesado, el sueldo no será alto, pero alcanza para ellas dos. La vida es sencilla y agradable, sobre todo los domingos cuando sacan los sillones a la vereda, toman mate, charlan con las vecinas y miran pasar los trenes. Del otro lado de las vías se puede ver, por encima de las casas, el trampolín del club armenio, en las tardes de verano los chicos saltan de él una y otra vez. Un poco más acá, casi enfrente de la casa, está el lugar preferido de los crotos, allí se reúnen a compartir el botín del día: pan, algún resto de comida, un trozo de mortadela, una fruta. El fuego los congrega en una oración muda, el tiempo transcurre lentamente. Desde el tren los chicos saludan mirando a través de las ventanillas, sólo algunos adultos se animan a levantar tímidamente la mano en un ademán de adiós.  Baja la barrera y pasa el tren, los chicos juegan a contar los vagones sin equivocarse. La Ñoñi y doña María disfrutan del atardecer.
-          ¡M’hija! ¿se va a tirar un rato? ¡deje el plato que cuando me levante lo lavo!
-          Ya voy mamá, limpio un poco para que no se junten las moscas nomás...
Esta noche viene Alfredo, ella piensa en lo que le va a cocinar. Puede ser algo liviano, un arroz con verduritas, él siempre se queja de su mujer, dice que todo le sale muy picante, o muy grasoso. Pobre Alfredo, atado a esa mujer enferma..., esa bruja que cada vez lo retiene más y más tiempo hasta ahogarlo. Aunque si no fuera por los hijos, capaz que él podría... Pero no, mejor no pensar, esta noche viene Alfredo y ellos van a comer sentados a la mesa, tomados de la mano, tan juntos que con un plato les va a alcanzar, hablando bajo, como en secreto, sonriendo cómplices.
Mientras doña María inicia el sueño, la Ñoñi bebe su vino, el sabor fresco le recorre la garganta, alivia el calor, aleja la soledad.
Alguien golpea la puerta, la anciana se ha quedado dormida sentada bajo la parra y despierta sobresaltada, así la encuentra la vecina, sumida en el recuerdo de la hija, mirando hacia el horror de su presencia inexistente, recordando el espanto de su cuerpo moviéndose cual péndulo en el vano de la puerta.

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