Difícilmente podría asegurarse que volvería a amar, pero sus ojos le cautivaron y esa fue su perdición. Así como frívolamente, la vida iba escurriéndose entre las manos. Cuencos ávidos de nuevas sensaciones: paso apresurado, recodos generosos, levedad evaporada. Detenerse y sentir.Amargamente cotidiano el viento gemía su dolor de soledad, el amor no se encontraba en estos lugares desérticos; un haz de luz se colaba por entre las cortinas recordándole que el brillo suspiraba olores a nuevo, a recién bañado, a humedad de la cocina, a pequeños milagros, a jengibre, a miel, a pimienta. Un ruido ensordecedor y sofocado gemía en su interior, tanta cordura atrapada, tanto miedo, tantos pareceres apesadumbrados, tantos colores de risa y dientes apretados. Pero al fin y al cabo se dijo que no importaba, que la ansiedad sudaba amores inconclusos, los mismos que en el apuro se habían quedado sin vivir; que el canto no alcanzaba a cubrir la súplica de tintineos de campanas y latidos alegres y pudo entonces ver y le dio miedo. Dicen que el vacío es así: tanta cercanía lejana, ¡ah! Pero si se pudiera, ¡quién no lo intentaría! Sería cosa de cerrar los ojos o al menos desenfocar la mirada y desenrollar los sueños. Un papel viejo sostenía letras ausentes, un sepia dorado florecía aún bajo la piel: ¡a vivir! ¡Pero cuánto miedo! ¡Y más miedo a tener miedo! Y más aún…Al tiempo le sobraba lugar y entonces se hizo rápido y breve a la vez, tantas palabras y tantos gemidos cabían en un instante. Una efímera ráfaga de gotas redondeadas pobló la tristeza y le demandó dolor, caligrafía para ser, presencias que bailotean como un péndulo desbocado. ¿Y si así fuera para siempre? ¿Y si nunca ya? ¡Cuántas cosas para averiguar! ¡Cuánta piel para recorrer!¡Una mirada puede tanto! corre el espanto ahuyenta los decires, es cábala descubridora, olor a ternura, manto, telón y escenario. En tiempos suaves como roce de briznas atrevidas, el color se fue desplegando y la lluvia fue sólo caricia abandonada casi sin pensar, así era el amor. Sonido breve y aletargado, un remontar y un aleteo tristón a veces, picante otras tantas, sereno casi siempre, abandonado nunca.¿Y el dolor? Tal vez esté escapando. Así lentamente, mirando hacia otro rincón. Así, olvidándose.
jueves, 27 de diciembre de 2012
LAS COLAS
Cuando
entró al banco vio que había varias colas. Una era para gente común y otra para
gente especial, había una para los mansos, otra para los resignados y otra para
los iracundos. El público se alineaba perfectamente, todas las colas avanzaban
lentamente, salvo la de los iracundos, porque todo el mundo sabe lo que puede
pasar si se produce alguna demora en ella. Así que, más tarde o más temprano la
fila de los iracundos iba quedando vacía y el cajero correspondiente tenía
tiempo para tomarse un café o, incluso hasta comer alguna medialuna. Esto
sucedía no sólo por la celeridad de los trámites, sino también porque los
clientes iban, con el ejercicio de esperar un poquito cada vez, aunque no
demasiado en general, moderando su carácter, aprendiendo paciencia, olvidando
el enojo. Entonces pasaban a engrosar la fila de los resignados o de los
mansos.
La de
los mansos era una cola de la que podría decirse que era un poco aburrida, nada
de qué hablar, salvo de las buenas obras del día anterior o de lo clemente, adecuado
o esperable que resultaba el clima de la temporada. Estaba formada más que nada
por mujeres mayores que habían aprendido a tiempo eso de encontrarle siempre el
lado agradable a las cosas, no vaya y sea que una se amargue sin razón. Ellas
llevaban a veces el tejido para amenizar la espera y, si la ocasión se
prestaba, conversaban con la de adelante, se enseñaban puntos diversos,
comentaban acerca de las ventajas de comprar en tal o cual supermercado o
pasaban el tiempo nomás hablando de bueyes encontrados.
Pero
estas no eran las colas que ella buscaba, alzó la mirada y la vio,
identificable claramente por su forma de caracol y por el espíritu dicharachero
que la animaba. En realidad se trataba de dos hileras, una de varones y otra de
mujeres que se ubicaban una al lado de la otra y se iban envolviendo siguiendo
una espiral imaginaria. Allí se reunían los que, teniendo o no la necesidad de
ir a pagar o a cobrar algo, insistían en buscar un refugio para la soledad,
alguien con quien conversar, un huesito para roer, un cuerpo para amar o,
aunque más no fuera, si otra cosa no se podía o conseguía, alguien nomás. Una
de las colas siempre era más corta, en épocas de escasez muy mal recordadas por
las usuarias, se podían contar hasta tres mujeres por cada varón, esto siempre
generaba malos entendidos, disputas y consecuencias negativas a largo plazo.
Bien es sabido que los bienes aumentan de valor en forma proporcional a su
carencia, entonces sucedía a menudo que la beneficiara, en el apuro, creía
haber conseguido un diamante y tarde o temprano se daba cuenta que era sólo una
imitación, y mala. Eso le pasó, por ejemplo, a Laurita. No es que ella
anduviera demostrando una necesidad acuciante, más bien se diría que lo suyo
era la espera cotidiana, el deseo de tener alguien con quien desayunar, un olor
para reconocer, una textura que esperanzara al tacto. Pero igual fue, sobre
todo porque Andrés le insistió tanto que se dijo: mejor voy, los dejo tranquilos a todos y después ya se verá… Y pasó
que se vio, o mejor dicho que lo vio. Él era algo así como sencillo, si es que
de alguien puede decirse que lo sea, pero la verdad es que no tenía nada que
una pudiera decir bueno, este chico es de tal o cual manera, mirá cómo se
destacan sus ojos o ¡qué bien habla! Nada de eso, parecía como de la huerta,
natural nomás. Y eso fue lo que la cautivó y en el tiempo en el que ella
cobraba un cheque y él pagaba la luz, arreglaron encontrarse más tarde, a la
salida del trabajo. Las vecinas de cola miraban envidiosas y cuchicheaban entre
ellas. Que ¡quién se cree ésta, viene por primera vez y sale con los brazos
llenos! ¡Mirala vos, tan quedada que parecía! ¿Y él? ¿Vos lo habías visto
antes? Mmmmm, sí; creo que viene los primeros viernes de cada mes, se llama
Marcos.
Y fue
así que se vieron una, dos, varias veces y ella encontró alguien con quien
hablar, un olor para reconocer, pero no alguien con quien desayunar. Él
insistía en que debía dormir en su casa, que su madre era obsesiva y anciana lo
cual era muy mala combinación, que además estaba sola y que, en consecuencia el
deber de hijo -¡qué antigüedad! Dijeron las amigas de Laurita- le obligaba a
restar angustia a su madre, volver temprano, cenar en casa y todas esas
cuestiones. Andando el tiempo y viendo que todo marchaba muy bien, ella le
presentó a su padre, a su hermana y a sus amigas; él dijo que estaba preparando
a su madre para llevar a Laurita a la casa. ¡La madre que lo trajo al mundo!
Eso pensó ella cuando en la puerta de su casa se dibujó una figura femenina que
insistía en ser la mujer –o algo así- de Marcos y encontrarse, por esos
momentos, casi cayendo en la desesperación ya que, embarazada y con una hijita
de tres años no sabía qué hacer primero, si irse con hija y embarazo o quedarse
con hija, embarazo y marido infiel. Lágrimas aparte, a Marcos sólo lo vio una
vez más, insistió él en que con su esposa no pasaba nada, contestó ella que se
notaba eso en el embarazo de la misma, dijo él acerca de lo importante que
consideraba a sus hijos, replicó ella que era evidente lo presentes que los
tenía en su vida y sin más partió el príncipe convertido en sapo y quedó Laura,
ni princesa ni nada, sólo ella. Y no regresó a la cola, dijo que eso eran puras
fantasías.
De
todas maneras no podría decirse que experiencias como las de Marcos y Laura
fueran las únicas, o las más corrientes. El año pasado, sin ir muy atrás en el
tiempo fue conocido por todos los clientes el caso de Mauro un divorciado sin
muchas esperanzas que –pagando una cuenta por vez- hizo la cola varias veces en
la semana hasta que conoció a Lidia…
LA ÑOÑI
Eran cerca de las dos de la tarde en ese
calor de comienzos del verano. Calor que abrasa en la siesta cordobesa, que se
instala en el asfalto, en las casas, en el ómnibus, en los cuerpos de los
compañeros ocasionales de viaje. Está la nena que sube en Maipú y sigue viaje
aún después de haber cruzado las vías, seguro que –por la ropa que lleva- va a
gimnasia: pantalón azul y remerita blanca con el logo de la escuela católica
esa que queda cerca de la plaza. Sentado al lado de ella viaja un empleado de
la sección sueldos, entró el mes pasado, mira distraídamente a través de la
ventanilla el paisaje conocido: ya pasaron el puente del río Suquía, el Parque
Las Heras se asoma como un remanso sofocante en medio del ruido y el calor. Y
después de ellos no conoce a nadie más, todos seres anónimos que se apretujan
unos a otros en una situación que podría ser intolerable en otras
circunstancias. Por lo menos la señora que está sentada al lado ha abierto la
ventanilla y el aire húmedo entra sacudiendo la cortina desteñida por el sol,
el pelo se crispa y hay que volver a acomodarlo, la frente sudorosa se resiste
a los cuidados que le prodiga el pañuelo perfumado con 7 Brujas.
Un traqueteo más y
hay que levantarse, permiso, permiso, permiso ... llega hasta el timbre y lo
toca. Poca gente en la calle, es la hora de la siesta, el quiosquero de la
esquina la saluda: ¿qué tal Ñoñi? ¿cómo anduvo el día hoy? ... como si hubiera
una posibilidad de que fuera distinto. Cruza la calle y sigue hacia las vías,
las veredas son anchas acá, baldosas acanaladas de color gris en algunas casas,
beige en otras, pasa frente a la zapatería y se mira en la vidriera: el vestido
le chinga de atrás, debe ser por tantas horas sentada en la oficina, el
diámetro del talle debe tener que ver con eso también, o quizás con la edad,
dicen que después de los cuarenta es difícil perder los centímetros ganados.
Dobla en la esquina y ya está cerca de casa, la loca está en la puerta: ¡pobre!
¡esa sí que la pasa mal!, dicen que tiene un hijo casado, pero el desgraciado
ni se acuerda de ella, seguro que cuando se muera van a caer como buitres
buscando las cosas de valor que tiene escondidas, ¡ojalá no encuentren nada!
Llega y abre la
puerta, Doña María está esperándola, por suerte la casa es fresca, entrando en
el pasillo sombreado por la parra se pueden ver hacia la izquierda dos puertas,
una que da al dormitorio y otra al comedor, caminando un poco más, justo al
frente está la puerta de la cocina y un poco más allá está el baño. El piso del
patio es de cemento, pero las plantas en macetas le dan una apariencia alegre y
cuidada, los techos son altos, al igual que las puertas: antiguas obras de
carpintería algo descascaradas pero que conservan la ventaja de la banderola
que se abre para ventilar las habitaciones. Todo esto cubierto por el manto del
tiempo: antiguas casas abandonadas por sus dueños originarios en manos de
inmobiliarias impersonales y transformadas en inquilinatos donde se alojan
varias familias.
-
La comida está sobre la mesa, la tapé con un plato para que no se enfríe
... y también por las moscas ...
-
¡Pero mamá! ¿Por qué no se acostó un rato a la siesta? Mire que quedarse
a esperarme... con el calor que hace...
-
No importa m’hija, usté sabe que a mí me gusta esperarla y conversar un
poco.
Doña María se acomoda el pelo blanco mientras
con la otra mano sacude distraídamente una pequeña pantalla de cartón buscando
alivio para el calor. Desde el baño la Ñoñi le grita:
-
¿Sabe que
hoy anunciaron que iba a hacer 37
grados?
Algunas gotas de agua caen al suelo
desparejo, el espejo redondo colgado de un clavo en la pared le devuelve una
imagen algo rechoncha, los ojos un poquito saltones a causa del bocio, el pelo
oscuro recogido en el rodete. Se sonríe y piensa: hoy es jueves, a la noche
viene Alfredo.
Mientras come, conversan sobre las novedades
del día, que el padre de doña Elsa ha venido a la ciudad para hacerse operar,
que el tren del norte hoy estuvo más de tres horas parado en la estación
esperando el arreglo de la locomotora.
-
¡Pobre
gente! Con el calor que hace. Igual parece que no se dieran cuenta, las
bolivianas andan todas tapadas con sus ropas colorinches y con los chicos a
cuesta.
-
Es gente
sufrida mamá, aguantan cualquier cosa...
La Ñoñi se siente afortunada, el trabajo en
la municipalidad no es para nada pesado, el sueldo no será alto, pero alcanza
para ellas dos. La vida es sencilla y agradable, sobre todo los domingos cuando
sacan los sillones a la vereda, toman mate, charlan con las vecinas y miran
pasar los trenes. Del otro lado de las vías se puede ver, por encima de las
casas, el trampolín del club armenio, en las tardes de verano los chicos saltan
de él una y otra vez. Un poco más acá, casi enfrente de la casa, está el lugar
preferido de los crotos, allí se reúnen a compartir el botín del día: pan,
algún resto de comida, un trozo de mortadela, una fruta. El fuego los congrega
en una oración muda, el tiempo transcurre lentamente. Desde el tren los chicos
saludan mirando a través de las ventanillas, sólo algunos adultos se animan a
levantar tímidamente la mano en un ademán de adiós. Baja la barrera y pasa el tren, los chicos
juegan a contar los vagones sin equivocarse. La Ñoñi y doña María disfrutan del
atardecer.
-
¡M’hija! ¿se
va a tirar un rato? ¡deje el plato que cuando me levante lo lavo!
-
Ya voy mamá,
limpio un poco para que no se junten las moscas nomás...
Esta noche viene Alfredo, ella piensa en lo
que le va a cocinar. Puede ser algo liviano, un arroz con verduritas, él
siempre se queja de su mujer, dice que todo le sale muy picante, o muy grasoso.
Pobre Alfredo, atado a esa mujer enferma..., esa bruja que cada vez lo retiene
más y más tiempo hasta ahogarlo. Aunque si no fuera por los hijos, capaz que él
podría... Pero no, mejor no pensar, esta noche viene Alfredo y ellos van a
comer sentados a la mesa, tomados de la mano, tan juntos que con un plato les
va a alcanzar, hablando bajo, como en secreto, sonriendo cómplices.
Mientras doña María inicia el sueño, la Ñoñi
bebe su vino, el sabor fresco le recorre la garganta, alivia el calor, aleja la
soledad.
Alguien golpea la puerta, la anciana se ha
quedado dormida sentada bajo la parra y despierta sobresaltada, así la
encuentra la vecina, sumida en el recuerdo de la hija, mirando hacia el horror
de su presencia inexistente, recordando el espanto de su cuerpo moviéndose cual
péndulo en el vano de la puerta.
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