jueves, 27 de diciembre de 2012

LLEGANDO...



Difícilmente podría asegurarse que volvería a amar, pero sus ojos le cautivaron y esa fue su perdición. Así como frívolamente, la vida iba escurriéndose entre las manos. Cuencos ávidos de nuevas sensaciones: paso apresurado, recodos generosos, levedad evaporada. Detenerse y sentir.Amargamente cotidiano el viento gemía su dolor de soledad, el amor no se encontraba en estos lugares desérticos; un haz de luz se colaba por entre las cortinas recordándole que el brillo suspiraba olores a nuevo, a recién bañado, a humedad de la cocina, a pequeños milagros, a jengibre, a miel, a pimienta. Un ruido ensordecedor y sofocado gemía en su interior, tanta cordura atrapada, tanto miedo, tantos pareceres apesadumbrados, tantos colores de risa y dientes apretados. Pero al fin y al cabo se dijo que no importaba, que la ansiedad sudaba amores inconclusos, los mismos  que en el apuro se habían quedado sin vivir; que el canto no alcanzaba a cubrir la súplica de tintineos de campanas y latidos alegres y pudo entonces ver y le dio miedo. Dicen que el vacío es así: tanta cercanía lejana, ¡ah! Pero si se pudiera, ¡quién no lo intentaría! Sería cosa de cerrar los ojos o al menos desenfocar la mirada y desenrollar los sueños. Un papel viejo sostenía letras ausentes, un sepia dorado florecía aún bajo la piel: ¡a vivir! ¡Pero cuánto miedo! ¡Y más miedo a tener miedo! Y más aún…Al tiempo le sobraba lugar y entonces se hizo rápido y breve a la vez, tantas palabras y tantos gemidos cabían en un instante. Una efímera ráfaga de gotas redondeadas pobló la tristeza y le demandó dolor, caligrafía para ser, presencias que bailotean como un péndulo desbocado. ¿Y si así fuera para siempre? ¿Y si nunca ya?  ¡Cuántas cosas para averiguar! ¡Cuánta piel para recorrer!¡Una mirada puede tanto! corre el espanto ahuyenta los decires, es cábala descubridora, olor a ternura, manto, telón y escenario. En tiempos suaves como roce de briznas atrevidas, el color se fue desplegando y la lluvia fue sólo caricia abandonada casi sin pensar, así era el amor. Sonido breve y aletargado, un remontar y un aleteo tristón a veces, picante otras tantas, sereno casi siempre, abandonado nunca.¿Y el dolor? Tal vez esté escapando. Así lentamente, mirando hacia otro rincón. Así, olvidándose.


LAS COLAS


Cuando entró al banco vio que había varias colas. Una era para gente común y otra para gente especial, había una para los mansos, otra para los resignados y otra para los iracundos. El público se alineaba perfectamente, todas las colas avanzaban lentamente, salvo la de los iracundos, porque todo el mundo sabe lo que puede pasar si se produce alguna demora en ella. Así que, más tarde o más temprano la fila de los iracundos iba quedando vacía y el cajero correspondiente tenía tiempo para tomarse un café o, incluso hasta comer alguna medialuna. Esto sucedía no sólo por la celeridad de los trámites, sino también porque los clientes iban, con el ejercicio de esperar un poquito cada vez, aunque no demasiado en general, moderando su carácter, aprendiendo paciencia, olvidando el enojo. Entonces pasaban a engrosar la fila de los resignados o de los mansos.
La de los mansos era una cola de la que podría decirse que era un poco aburrida, nada de qué hablar, salvo de las buenas obras del día anterior o de lo clemente, adecuado o esperable que resultaba el clima de la temporada. Estaba formada más que nada por mujeres mayores que habían aprendido a tiempo eso de encontrarle siempre el lado agradable a las cosas, no vaya y sea que una se amargue sin razón. Ellas llevaban a veces el tejido para amenizar la espera y, si la ocasión se prestaba, conversaban con la de adelante, se enseñaban puntos diversos, comentaban acerca de las ventajas de comprar en tal o cual supermercado o pasaban el tiempo nomás hablando de bueyes encontrados.
Pero estas no eran las colas que ella buscaba, alzó la mirada y la vio, identificable claramente por su forma de caracol y por el espíritu dicharachero que la animaba. En realidad se trataba de dos hileras, una de varones y otra de mujeres que se ubicaban una al lado de la otra y se iban envolviendo siguiendo una espiral imaginaria. Allí se reunían los que, teniendo o no la necesidad de ir a pagar o a cobrar algo, insistían en buscar un refugio para la soledad, alguien con quien conversar, un huesito para roer, un cuerpo para amar o, aunque más no fuera, si otra cosa no se podía o conseguía, alguien nomás. Una de las colas siempre era más corta, en épocas de escasez muy mal recordadas por las usuarias, se podían contar hasta tres mujeres por cada varón, esto siempre generaba malos entendidos, disputas y consecuencias negativas a largo plazo. Bien es sabido que los bienes aumentan de valor en forma proporcional a su carencia, entonces sucedía a menudo que la beneficiara, en el apuro, creía haber conseguido un diamante y tarde o temprano se daba cuenta que era sólo una imitación, y mala. Eso le pasó, por ejemplo, a Laurita. No es que ella anduviera demostrando una necesidad acuciante, más bien se diría que lo suyo era la espera cotidiana, el deseo de tener alguien con quien desayunar, un olor para reconocer, una textura que esperanzara al tacto. Pero igual fue, sobre todo porque Andrés le insistió tanto que se dijo: mejor voy, los dejo tranquilos a todos y después ya se verá… Y pasó que se vio, o mejor dicho que lo vio. Él era algo así como sencillo, si es que de alguien puede decirse que lo sea, pero la verdad es que no tenía nada que una pudiera decir bueno, este chico es de tal o cual manera, mirá cómo se destacan sus ojos o ¡qué bien habla! Nada de eso, parecía como de la huerta, natural nomás. Y eso fue lo que la cautivó y en el tiempo en el que ella cobraba un cheque y él pagaba la luz, arreglaron encontrarse más tarde, a la salida del trabajo. Las vecinas de cola miraban envidiosas y cuchicheaban entre ellas. Que ¡quién se cree ésta, viene por primera vez y sale con los brazos llenos! ¡Mirala vos, tan quedada que parecía! ¿Y él? ¿Vos lo habías visto antes? Mmmmm, sí; creo que viene los primeros viernes de cada mes, se llama Marcos.
Y fue así que se vieron una, dos, varias veces y ella encontró alguien con quien hablar, un olor para reconocer, pero no alguien con quien desayunar. Él insistía en que debía dormir en su casa, que su madre era obsesiva y anciana lo cual era muy mala combinación, que además estaba sola y que, en consecuencia el deber de hijo -¡qué antigüedad! Dijeron las amigas de Laurita- le obligaba a restar angustia a su madre, volver temprano, cenar en casa y todas esas cuestiones. Andando el tiempo y viendo que todo marchaba muy bien, ella le presentó a su padre, a su hermana y a sus amigas; él dijo que estaba preparando a su madre para llevar a Laurita a la casa. ¡La madre que lo trajo al mundo! Eso pensó ella cuando en la puerta de su casa se dibujó una figura femenina que insistía en ser la mujer –o algo así- de Marcos y encontrarse, por esos momentos, casi cayendo en la desesperación ya que, embarazada y con una hijita de tres años no sabía qué hacer primero, si irse con hija y embarazo o quedarse con hija, embarazo y marido infiel. Lágrimas aparte, a Marcos sólo lo vio una vez más, insistió él en que con su esposa no pasaba nada, contestó ella que se notaba eso en el embarazo de la misma, dijo él acerca de lo importante que consideraba a sus hijos, replicó ella que era evidente lo presentes que los tenía en su vida y sin más partió el príncipe convertido en sapo y quedó Laura, ni princesa ni nada, sólo ella. Y no regresó a la cola, dijo que eso eran puras fantasías.
De todas maneras no podría decirse que experiencias como las de Marcos y Laura fueran las únicas, o las más corrientes. El año pasado, sin ir muy atrás en el tiempo fue conocido por todos los clientes el caso de Mauro un divorciado sin muchas esperanzas que –pagando una cuenta por vez- hizo la cola varias veces en la semana hasta que conoció a Lidia…

LA ÑOÑI


Eran cerca de las dos de la tarde en ese calor de comienzos del verano. Calor que abrasa en la siesta cordobesa, que se instala en el asfalto, en las casas, en el ómnibus, en los cuerpos de los compañeros ocasionales de viaje. Está la nena que sube en Maipú y sigue viaje aún después de haber cruzado las vías, seguro que –por la ropa que lleva- va a gimnasia: pantalón azul y remerita blanca con el logo de la escuela católica esa que queda cerca de la plaza. Sentado al lado de ella viaja un empleado de la sección sueldos, entró el mes pasado, mira distraídamente a través de la ventanilla el paisaje conocido: ya pasaron el puente del río Suquía, el Parque Las Heras se asoma como un remanso sofocante en medio del ruido y el calor. Y después de ellos no conoce a nadie más, todos seres anónimos que se apretujan unos a otros en una situación que podría ser intolerable en otras circunstancias. Por lo menos la señora que está sentada al lado ha abierto la ventanilla y el aire húmedo entra sacudiendo la cortina desteñida por el sol, el pelo se crispa y hay que volver a acomodarlo, la frente sudorosa se resiste a los cuidados que le prodiga el pañuelo perfumado con  7 Brujas.
Un traqueteo más y hay que levantarse, permiso, permiso, permiso ... llega hasta el timbre y lo toca. Poca gente en la calle, es la hora de la siesta, el quiosquero de la esquina la saluda: ¿qué tal Ñoñi? ¿cómo anduvo el día hoy? ... como si hubiera una posibilidad de que fuera distinto. Cruza la calle y sigue hacia las vías, las veredas son anchas acá, baldosas acanaladas de color gris en algunas casas, beige en otras, pasa frente a la zapatería y se mira en la vidriera: el vestido le chinga de atrás, debe ser por tantas horas sentada en la oficina, el diámetro del talle debe tener que ver con eso también, o quizás con la edad, dicen que después de los cuarenta es difícil perder los centímetros ganados. Dobla en la esquina y ya está cerca de casa, la loca está en la puerta: ¡pobre! ¡esa sí que la pasa mal!, dicen que tiene un hijo casado, pero el desgraciado ni se acuerda de ella, seguro que cuando se muera van a caer como buitres buscando las cosas de valor que tiene escondidas, ¡ojalá no encuentren nada!
Llega y abre la puerta, Doña María está esperándola, por suerte la casa es fresca, entrando en el pasillo sombreado por la parra se pueden ver hacia la izquierda dos puertas, una que da al dormitorio y otra al comedor, caminando un poco más, justo al frente está la puerta de la cocina y un poco más allá está el baño. El piso del patio es de cemento, pero las plantas en macetas le dan una apariencia alegre y cuidada, los techos son altos, al igual que las puertas: antiguas obras de carpintería algo descascaradas pero que conservan la ventaja de la banderola que se abre para ventilar las habitaciones. Todo esto cubierto por el manto del tiempo: antiguas casas abandonadas por sus dueños originarios en manos de inmobiliarias impersonales y transformadas en inquilinatos donde se alojan varias familias.
-          La comida está sobre la mesa, la tapé con un plato para que no se enfríe ... y también por las moscas ...
-          ¡Pero mamá! ¿Por qué no se acostó un rato a la siesta? Mire que quedarse a esperarme... con el calor que hace...
-          No importa m’hija, usté sabe que a mí me gusta esperarla y conversar un poco.
Doña María se acomoda el pelo blanco mientras con la otra mano sacude distraídamente una pequeña pantalla de cartón buscando alivio para el calor. Desde el baño la Ñoñi le grita:
-          ¿Sabe que hoy  anunciaron que iba a hacer 37 grados?
Algunas gotas de agua caen al suelo desparejo, el espejo redondo colgado de un clavo en la pared le devuelve una imagen algo rechoncha, los ojos un poquito saltones a causa del bocio, el pelo oscuro recogido en el rodete. Se sonríe y piensa: hoy es jueves, a la noche viene Alfredo.
Mientras come, conversan sobre las novedades del día, que el padre de doña Elsa ha venido a la ciudad para hacerse operar, que el tren del norte hoy estuvo más de tres horas parado en la estación esperando el arreglo de la locomotora.
-          ¡Pobre gente! Con el calor que hace. Igual parece que no se dieran cuenta, las bolivianas andan todas tapadas con sus ropas colorinches y con los chicos a cuesta.
-          Es gente sufrida mamá, aguantan cualquier cosa...
La Ñoñi se siente afortunada, el trabajo en la municipalidad no es para nada pesado, el sueldo no será alto, pero alcanza para ellas dos. La vida es sencilla y agradable, sobre todo los domingos cuando sacan los sillones a la vereda, toman mate, charlan con las vecinas y miran pasar los trenes. Del otro lado de las vías se puede ver, por encima de las casas, el trampolín del club armenio, en las tardes de verano los chicos saltan de él una y otra vez. Un poco más acá, casi enfrente de la casa, está el lugar preferido de los crotos, allí se reúnen a compartir el botín del día: pan, algún resto de comida, un trozo de mortadela, una fruta. El fuego los congrega en una oración muda, el tiempo transcurre lentamente. Desde el tren los chicos saludan mirando a través de las ventanillas, sólo algunos adultos se animan a levantar tímidamente la mano en un ademán de adiós.  Baja la barrera y pasa el tren, los chicos juegan a contar los vagones sin equivocarse. La Ñoñi y doña María disfrutan del atardecer.
-          ¡M’hija! ¿se va a tirar un rato? ¡deje el plato que cuando me levante lo lavo!
-          Ya voy mamá, limpio un poco para que no se junten las moscas nomás...
Esta noche viene Alfredo, ella piensa en lo que le va a cocinar. Puede ser algo liviano, un arroz con verduritas, él siempre se queja de su mujer, dice que todo le sale muy picante, o muy grasoso. Pobre Alfredo, atado a esa mujer enferma..., esa bruja que cada vez lo retiene más y más tiempo hasta ahogarlo. Aunque si no fuera por los hijos, capaz que él podría... Pero no, mejor no pensar, esta noche viene Alfredo y ellos van a comer sentados a la mesa, tomados de la mano, tan juntos que con un plato les va a alcanzar, hablando bajo, como en secreto, sonriendo cómplices.
Mientras doña María inicia el sueño, la Ñoñi bebe su vino, el sabor fresco le recorre la garganta, alivia el calor, aleja la soledad.
Alguien golpea la puerta, la anciana se ha quedado dormida sentada bajo la parra y despierta sobresaltada, así la encuentra la vecina, sumida en el recuerdo de la hija, mirando hacia el horror de su presencia inexistente, recordando el espanto de su cuerpo moviéndose cual péndulo en el vano de la puerta.