martes, 12 de marzo de 2013

EL CIELO ES UN CASCARÓN




Iban caminando por la vereda cuando el niño señaló la estela blanca en el cielo y preguntó a su mamá:
- ¿Qué es eso mami?
- Es la huella que ha dejado un avión en el cielo
Con ojos de incredulidad, el niño exclamó:
- ¡Ah…! ¡Mirá que va a volar tan alto!

martes, 5 de marzo de 2013

DISPUTAS


Caminaban rápidamente por el sendero, él un paso delante de ella, los dos con igual aspereza en el semblante. Ella tenía muchas ansiedades guardadas, demasiados tiempos de enojo, casi todas las palabras terribles y estaba a punto de liberarse del maldito lastre. Él soportaba estoicamente la rudeza del terreno, los sinsabores pasados lo alentaban, poniendo alas en sus pisadas.
Todo se había desencadenado a raíz de una simple y cotidiana discusión doméstica, siempre era de la misma manera, él reclamaba insistentemente por la presencia y el compromiso prácticamente inexistente de su compañera, ésta, a su vez, no comprendía estas demandas, en realidad pensaba que eran infundadas, que su dedicación era algo que no podía ponerse en duda ni en lo más mínimo, de hecho bien podría haber hecho otra elección hace tiempo; pero allí estaba. Habían pasado lluvias, tiempos tormentosos y calurosos veranos, ni si quiera el frío del invierno había podido con su firme decisión de continuar junto a él, realizar el sueño que en un tiempo fuera de ambos, reunir las tristezas y las alegrías, mirar el atardecer, ver morir el rojo en el horizonte. Pero allí estaba él, diciendo que no estás nunca, que de todo he de hacerme cargo yo, que la vida es un eterno trabajo... Y así lo sentía, ¿cuál es el sentido de la vida? ¿es esto la vida? Imaginaba que si, por ventura, sus decisiones hubieran sido diferentes, otra muy distinta sería la realidad. Hurgaba en sus recuerdos y a veces, cada vez menos, lograba encontrar la razón, el por qué, la emoción. Pero esos eran frágiles instantes, la mayor parte del tiempo la desazón le ganaba el alma, le carcomía el cuerpo y entonces pensaba que ya nada era posible. Y este era uno de esos momentos, así que mientras caminaba delante de ella, intuía su figura conocida y se convencía de que ya todo estaba dicho y hecho, que ahora pondría en su boca las palabras correctas y en su mente las ideas claras para decir lo que hacía tiempo venía guardando. Casi podría decirse que en eso estaban de acuerdo, porque ella también había sido abatida por la sensación o la certidumbre de encontrarse transitando un camino sin salida, para el cual la única solución era el regreso o el salto como vía de escape.
Hallábanse ambos en esta situación de intercambio de gestos, palabras, angustias y dolores, cuando de repente un estremecimiento sacudió el piso firme en el que se encontraban. Mucho polvo y más verde sacudiéndose por doquier les hicieron imposible sujetarse a tierra firme y entonces las pequeñas hormigas realizaron por fin sus deseos: ante la imposibilidad de imaginar si quiera dónde se encontraba el sendero que venían transitando, tuvieron que buscar uno nuevo.
A todo esto, mi hijo Francisco continuó dando brincos con su bicicleta sin sospechar el drama en el que se había involucrado circunstancialmente.

domingo, 3 de marzo de 2013

PARA CURAR LOS NERVIOS


Mi nona curaba los nervios, eso lo supe desde siempre. La gente del pueblo venía y le decía: ay, doña Cecilia! me duele el brazo derecho, creo que hice una mala fuerza el otro día, me duele tanto que casi no lo puedo mover. Entonces mi abuela buscaba una tacita de té y unos granos de maíz, ponía agua en la tacita y se dirigía silenciosamente a su habitación. En la semipenumbra del lugar yo solía mirarla colocar el recipiente con agua sobre la cómoda, hacerse la señal de la cruz y murmurar toda una serie de oraciones. Sostenía los granos de maíz en una mano y de vez en cuando dejaba caer alguno al agua.  Mientras tanto, el paciente esperaba en el comedor de diario de la casa y conversaba con mi tía acerca de cosas cotidianas: la familia, el trabajo. Una vez que los granitos de maíz se habían terminado, la nona pronunciaba una última señal de la cruz y dejaba la tacita con los maíces y el agua sobre la cómoda para dirigirse al comedor y dar el diagnóstico. Dependiendo de la ubicación de los granos en el fondo del recipiente, podía ser que los nervios estuvieran algo o muy anudados, de allí el dolor que la persona denunciara. La cura seguía por unos días más en los que mi abuela iba renovando el agua, el maíz y la ceremonia aunque sin la presencia del doliente.
Era un tiempo en el que esta prácticas no estaban muy bien vistas por las autoridades de salud, no así por la gente, que recurría a ellas tanto como al hospital. Además, la nona no cobraba y sólo recetaba algunas fricciones con aceite alcanforado y reposo en caso de ser necesario. Ella decía que su mamá le había enseñado a curar y que eso era algo que se hacía como favor a las personas, que no se cobraba, que sólo se hacía por el bien y sin pedir ningún pago. Aun así, mi tía estaba siempre preocupada por el tema, ella decía que en cualquier momento a la nona la iban a meter a preso por practicar la medicina. Insistía en que nadie más se enterara de lo que mi abuela hacía, pero eso era inevitable en el pueblo, siempre había gente nueva pidiendo ser atendida: que mi vecina me dijo, que usted la curó a mi mamá… No era que se formaran colas, nunca vi más de dos personas esperando y eso era ya algo extraordinario. Por lo general se acercaban uno que otro paciente durante la semana, no sé por qué el horario preferido era el del atardecer o un poco más tarde, sería que el mal de los nervios se acentuaba en ese momento o que la gente tenía tiempo para ocuparse de sus dolores después de la jornada de trabajo. En general eran hombres o mujeres, no recuerdo haber visto niños o niñas esperando en la consulta. La mayoría de las veces eran conocidos de la familia, pero una que otra vez aparecía alguien nuevo y ese era motivo suficiente para aumentar la desconfianza de mi tía, algunas veces los despachaba desde la puerta nomás, a la pregunta por la señora que cura los nervios les respondía rápidamente que en esa casa no vivía nadie que lo hiciera. Mi nona no protestaba, aceptaba sin más lo que su hija decidiera sobre el tema.
La nona había llegado de Italia a los ocho años, ella y su familia habían dejado su tierra natal escapando de la Europa entre guerras y buscando un lugar en el que fuera posible vivir mejor. No medía más de un metro sesenta y era bastante delgada, sus manos huesudas y un poco retorcidas por los males de la edad sabían del trabajo en el campo, de sembrar achicoria, alimentar a las gallinas y cocinar para la familia. Llevaba su escaso cabello corto sostenido con un par de peinetas de color negro. Usaba siempre vestidos que le cosía mi tía, largos hasta abajo de la rodilla, abotonados adelante, con bolsillos y una pequeña solapa. Calzaba zapatillas abrigadas en invierno y más livianas en verano, sin cordones y con suela ligera porque sufría de unos juanetes terribles que –en ocasiones- la obligaban a hacer algún pequeño agujero en el costado para dar cierta libertad al pie.
Así recuerdo a mi nona, mujer de pocas palabras, sencilla y silenciosa trajinando todo el día entre el patio y la casa, olor a alcanfor, a laurel en el tuco, a ajo en la bagna cauda.