Tantas fotos de casamientos y ninguno es el mío, pensó. En
un par salgo de madrina, ¡qué cintura que tenía! No me acordaba de ese vestido,
creo que compré la tela en lo Ubaldini, era un raso de seda muy elegante, le
hice un trabajo todo de alforzas en el talle… ¡Hermoso me quedó!
Ella había ido al dormitorio a buscar unos papeles de la
casa que le había pedido su padre y ahí, prolijamente ordenadas en una caja
forrada en tela estaban las fotos. Fue como que la llamaron y ella no pudo
resistirse, ¡tantos recuerdos!
Esta es la del casamiento de mi hermana, dijo para sus adentros acariciando la imagen. Ella es menor que yo, cuando se casó fui su madrina. Le hice el vestido también, ella no quería de color blanco, así que fue de un color salmón que le ayudé a elegir.
Habían tenido que ir al pueblo a comprar la tela, la eligieron en el catálogo y días después ya estaba allí. Ella sabía coser, siempre decía que no era costurera sino sastre, su oficio lo había aprendido con don Armando, el sastre del pueblo. Tomar las medidas exactas, trazar las líneas perfectas en el papel de molde, extender la tela en la mesa grande del comedor, marcar y cortar las piezas. Rac, rac, rac, el ruido de la tijera mordiendo el género. El papel debía ir adherido a la tela y eso se lograba poniendo alfileres de cabeza todo alrededor y siguiendo las líneas. Los alfileres en la boca: la cabeza hacia adentro, porque si de un susto una se traga alguno, con suerte no se pincha la boca.
El vestido había quedado precioso.
Estaba también la foto del casamiento del primo Ernesto, ahí también había sido la madrina. ¿Cuántos años tendría en ese entonces? Veintiséis o veintiocho más o menos, una solterona se mire por donde se quiera.
No es que ella no hubiese tenido novio o pretendientes como se decía en esa época. Los había tenido, uno en particular había sido más que un pretendiente. Se había animado a sacarla a bailar aquella vez en el pueblo. Como sin querer se fueron yendo hacia un lado de la pista oculto a la mirada de la madre y allí él le había rodeado la cintura y le había dicho que la quería, que quería ser su novio. Ella ya lo había mirado otras veces, nunca de frente ni descaradamente, pero si como para darse cuenta de que era un lindo joven, bien vestido, con su cabello arreglado y un traje de buen corte. Eso no podía ser dejado de lado por su mirada de sastre. Ahora, estando tan cerca, ya sabía que él también olía bien. Era un poco más alto que ella, aunque eso no quería decir mucho, ella no llegaba ni al metro sesenta, sólo que los tacos aguja engañaban un poco.
La cuestión se complicó cuando su padre se enteró, ese no era un candidato digno, dijo algo de su oficio: no era más que un peón en el almacén del pueblo, no tenía ni dónde caerse muerto. Además, no era de las familias conocidas, quién sabe cuál sería su origen y su futuro, no era lo que él pretendía para su hija mayor.
Las cosas siguieron más o menos como podía esperarse, hubo varios encuentros a escondidas, ella supo que él la quería, ella también lo quería, pero ¿qué hacer? ¿a dónde ir? En verdad él no tenía dónde caerse muerto y ella nunca había trabajado fuera del campo ordeñando vacas, pasando el arado y la rastra y en la casa, cocinando para la familia y para los peones o cosiendo cuando hacía falta.
Él le dijo: vas a tener que elegir, yo me voy a la ciudad, te venís conmigo o lo nuestro termina aquí. Y ella no se animó, tal vez la vida le deparaba algo más tranquilo, capaz menos romántico, pero más feliz. Y se quedó.
Tantos casamientos y ninguno es el mío, pensó ella y se conformó, como tantas veces. Era la solterona de la familia, esa que iba al cine todos los sábados, que dejaba sus tacones marcados en el recorrido por las calles de tierra, la que tenía un cofre lleno de aros, collares y anillos, diferentes colores y diseños para combinar con su ropa siempre de corte perfecto.
Tenía a esa altura alrededor de 40 años, se peinaba una vez por semana en la peluquería, llevaba el pelo teñido color rubio oscuro y batido como estaba de moda. Para salir usaba maquillaje, labial rojo, delineador negro y rímel del mismo color. El toque final era un lunar encima del labio superior: se lo pintaba con lápiz negro, queda sensual, decía.
Era una mujer independiente, tenía una pequeña tienda, manejaba bancos, cheques, facturas, compras e impuestos.
La familia había vendido el campo y se había mudado al pueblo, ella se había quedado con los padres.
Cuando iba a la ciudad a hacer compras para su tienda a veces solía encontrarse con su antiguo pretendiente, él estaba casado, tenía hijos. Ella miraba de cerca lo que había podido ser, quién sabe qué cruzaba por su pensamiento.
Tantos casamientos y ninguno es el mío, se repitió.
Esta es la del casamiento de mi hermana, dijo para sus adentros acariciando la imagen. Ella es menor que yo, cuando se casó fui su madrina. Le hice el vestido también, ella no quería de color blanco, así que fue de un color salmón que le ayudé a elegir.
Habían tenido que ir al pueblo a comprar la tela, la eligieron en el catálogo y días después ya estaba allí. Ella sabía coser, siempre decía que no era costurera sino sastre, su oficio lo había aprendido con don Armando, el sastre del pueblo. Tomar las medidas exactas, trazar las líneas perfectas en el papel de molde, extender la tela en la mesa grande del comedor, marcar y cortar las piezas. Rac, rac, rac, el ruido de la tijera mordiendo el género. El papel debía ir adherido a la tela y eso se lograba poniendo alfileres de cabeza todo alrededor y siguiendo las líneas. Los alfileres en la boca: la cabeza hacia adentro, porque si de un susto una se traga alguno, con suerte no se pincha la boca.
El vestido había quedado precioso.
Estaba también la foto del casamiento del primo Ernesto, ahí también había sido la madrina. ¿Cuántos años tendría en ese entonces? Veintiséis o veintiocho más o menos, una solterona se mire por donde se quiera.
No es que ella no hubiese tenido novio o pretendientes como se decía en esa época. Los había tenido, uno en particular había sido más que un pretendiente. Se había animado a sacarla a bailar aquella vez en el pueblo. Como sin querer se fueron yendo hacia un lado de la pista oculto a la mirada de la madre y allí él le había rodeado la cintura y le había dicho que la quería, que quería ser su novio. Ella ya lo había mirado otras veces, nunca de frente ni descaradamente, pero si como para darse cuenta de que era un lindo joven, bien vestido, con su cabello arreglado y un traje de buen corte. Eso no podía ser dejado de lado por su mirada de sastre. Ahora, estando tan cerca, ya sabía que él también olía bien. Era un poco más alto que ella, aunque eso no quería decir mucho, ella no llegaba ni al metro sesenta, sólo que los tacos aguja engañaban un poco.
La cuestión se complicó cuando su padre se enteró, ese no era un candidato digno, dijo algo de su oficio: no era más que un peón en el almacén del pueblo, no tenía ni dónde caerse muerto. Además, no era de las familias conocidas, quién sabe cuál sería su origen y su futuro, no era lo que él pretendía para su hija mayor.
Las cosas siguieron más o menos como podía esperarse, hubo varios encuentros a escondidas, ella supo que él la quería, ella también lo quería, pero ¿qué hacer? ¿a dónde ir? En verdad él no tenía dónde caerse muerto y ella nunca había trabajado fuera del campo ordeñando vacas, pasando el arado y la rastra y en la casa, cocinando para la familia y para los peones o cosiendo cuando hacía falta.
Él le dijo: vas a tener que elegir, yo me voy a la ciudad, te venís conmigo o lo nuestro termina aquí. Y ella no se animó, tal vez la vida le deparaba algo más tranquilo, capaz menos romántico, pero más feliz. Y se quedó.
Tantos casamientos y ninguno es el mío, pensó ella y se conformó, como tantas veces. Era la solterona de la familia, esa que iba al cine todos los sábados, que dejaba sus tacones marcados en el recorrido por las calles de tierra, la que tenía un cofre lleno de aros, collares y anillos, diferentes colores y diseños para combinar con su ropa siempre de corte perfecto.
Tenía a esa altura alrededor de 40 años, se peinaba una vez por semana en la peluquería, llevaba el pelo teñido color rubio oscuro y batido como estaba de moda. Para salir usaba maquillaje, labial rojo, delineador negro y rímel del mismo color. El toque final era un lunar encima del labio superior: se lo pintaba con lápiz negro, queda sensual, decía.
Era una mujer independiente, tenía una pequeña tienda, manejaba bancos, cheques, facturas, compras e impuestos.
La familia había vendido el campo y se había mudado al pueblo, ella se había quedado con los padres.
Cuando iba a la ciudad a hacer compras para su tienda a veces solía encontrarse con su antiguo pretendiente, él estaba casado, tenía hijos. Ella miraba de cerca lo que había podido ser, quién sabe qué cruzaba por su pensamiento.
Tantos casamientos y ninguno es el mío, se repitió.
- ¡Licie! ¿Encontraste los papeles?
- Si papá, ahora se los llevo.